Cecil Beaton: la obsesiva búsqueda de la belleza
“La belleza está ahí para ser reconocida”, decía Cecil Beaton (Londres,1904-1980), autor de muchas aristas, identificado como el epítome del esteta británico. Fotógrafo, diseñador, dandi, ilustrador y escritor, lo fue todo a la vez. Durante una trayectoria de más de casi siete décadas encontró su sitio entre los fotógrafos más importantes del siglo XX. Diestro con el pincel y el lápiz diseñó cientos de escenografías y vestidos lo que le valió tres Oscar. Escribió 150 diarios y 38 libros mientras rellenaba más de ochenta álbumes con recortes de diversa naturaleza a un ritmo insaciable. Todo ello con el talento y la maestría de un hombre renacentista que brilla con luz propia y cuyos planteamientos e imágenes rompen las barreras de un tiempo.
A través de una recopilación de sus fotografías, dibujos y correspondencia, reproducciones de sus álbumes y de sus publicaciones, y utilizando extractos de sus diarios, el libro Love Cecil. A Journey with Cecil Beaton, escrito por Lisa Immordino Vreeland, nos acerca al evocador y exquisito universo del artista. Las fascinaciones y obsesiones del autor quedan al descubierto y dejan ver un personaje mucho más complejo y difícil de definir. Un artista, en cierto modo sobrepasado por su personaje, a quien PHotoEspaña dedica su primera retrospectiva en nuestro país, Cecil Beaton, Mitos del siglo XX.
“Me gustaría saberlo”, respondía el artista al periodista de la BBC John Freeman en 1962, cuando este le preguntaba cuál consideraba que era su principal profesión. “Esa ha sido mi preocupación durante mucho tiempo. Tardé mucho en encontrar una vocación, y creo que me arriesgué en varias direcciones. No diría que aún sepa cuál es”. Quizá en su rechazo a tener un estudio para evitar la responsabilidad de tener cierto número de imágenes al mes, y “pretender mantenerse como un amateur, para conservar la frescura y la espontaneidad”, encontró la fórmula necesaria para mantener su febril deseo de crear en diferentes campos.
“Para entender a Beaton, es fundamental entender lo importante que fue para él crear su propia historía”, escribe Immordino Vreeland. Procedía de una familia de clase media asentada en el barrio londinense de Hamsptead. Su infancia fue feliz. Aun así, el temor “a ser una persona mediocre y anónima”, tal y como él mismo reconocía, funcionó como un impulso vital. “Fue un terrible trepa”, señala el fotógrafo británico David Bailey, en un documental que lleva el mismo nombre que el libro y es obra de la misma autora, quien apunta que “nunca superó un sentimiento subyacente de inseguridad y de ‘outsider’. La baja autoestima que le afligía dio pie a un comportamiento incorregible hacía la gente, como lo revelan las páginas de sus numerosos diarios”. De ahí que Cocteau le apodase como Malicia en el país de las maravillas. Reconocía al escritor Evelyn Waugh como su mayor enemigo. Admiraba a Cocteau, al escritor Aldous Huxley, el promotor de los ballets rusos Diáguilev y al diseñador Christian Bérard. De Mick Jagger escribía: “Su apariencia es la de una mujer cohibida de mediana edad en los suburbios”. A Katherine Hepburn la encontraba fotogénica, pero la describía como “una horrible víbora empedernida. No tiene generosidad, ni corazón, ni gracia”. Sin embargo, a pesar de llegar una hora y cuarto tarde a la cita en la suite del hotel Ambassador de Nueva York, Marilyn Monroe le cautivó: “Ella es en sí una actuación improvisada, ingenua, de gran espíritu y de alegría contagiosa. Sí, probablemente todo acabe en lágrimas”.
Decía que no era un intelectual, pero necesitaba su compañía. Lo visual guiaba su vida. “Existía un diálogo muy abierto entre Beaton y su mundo”, escribe Immordino Vreeland. “Uno puede observar en su correspondencia el respeto mutuo por sus obras. El entendimiento incitado por sus opiniones sobre una pintura o sus observaciones sobre algo hermoso”. Fue el socialite Stephen Tennant quien introdujo al artista al grupo conocido como Bright Young Things, un grupo de jóvenes bohemios, hedonistas y aristócratas que encarnaban todo lo que el joven buscaba con ahínco por entonces. Este encuentro junto al apoyo de la poeta de vanguardia Edith Sitwell supondría un punto de inflexión para este joven con estudios en historia del arte y arquitectura, a quien su niñera había estimulado su pasión por la fotografía.
“Me convertí en un fotógrafo profesional por accidente”, reconocía Beaton a su biógrafo Hugo Vickers. Pronto llegó su contrato con Vogue, para quien trabajó intermitentemente como fotógrafo, ilustrador y escritor durante dos décadas, consolidando su reputación artística. Así, captó desde sus inicios que el retrato “no tiene tanto que ver con el parecido como con la imagineria”. Le gustaba jugar con los espejos y con las luces. Convertía todo acto en una fantasía que él mismo fabricaba y pasaba a formar parte de ella. En 1928 realizó su primer viaje a los Estados Unidos. En Hollywood fotografió a Gary Cooper, Joan Crawford y Marlene Dietrich entre otras muchas estrellas, creando un nuevo lenguaje visual en el retrato de los estudios cinematográficos. Años más tarde daría rienda suelta a su imaginación creando los vestuarios de Gigi y My Fair Lady por los que ganó un Oscar. Aun así, escribiría: “Para el concienzudo, para el artista, para el pensador, [Hollywood[, no es lugar”.
Su particular estilo, marcado por su amor por el teatro, mostraba también influencias del surrealismo y una excepcional habilidad a la hora de componer. Una de las habilidades del artista era reinventarse a sí mismo, pero “nadie hubiese esperado la resilencia que mostró durante los años de la Segunda Guerra Mundial”, señala Immordino Vreeland. “Nada de lo logrado anteriormente indicaba la fuerza interior y valentía que demostró para superarse y distinguirse como lo hizo”. Fueron cerca de siete mil fotografías las que Beaton produjo para el Ministerio de Información británico de las cuales el retrato de Eileen Dune, la niña víctima de una bomba, portada de la revista Life,es la más conocida. “Los horizontes de mi mente, aún demasiado pequeños, se vieron un poco ensanchados por el cataclismo mundial, escribiría. Su estilo cambió entonces por completo volviéndose más sobrio, como lo hizo el mundo. La guerra le sirvió para que Vogue le perdonase lo que él mismo consideró el gran error de su vida, cuando en 1938 incluyó un término antisemita en una de sus ilustraciones. “Hasta el día de su muerte, sintió que debía disculparse por ello”, escribe la autora.
Su cámara fue para él su principal tarjeta de presentación a un mundo al que de forma natural no hubiese tenido acceso. Sin embargo, “nunca se consideró un fotógrafo de fotógrafos. Amaba la tarea, pero no le definía. Aun así, mantenía una profunda curiosidad por los fotógrafos y la fotografía”, destaca la autora. Admiraba a Erwin Blumenfeld, de George Hoyningen- Huene decía que solo había aprendido a tomar paisajes. Respetaba sin reservas a Irving Penn, y mantuvo una buena relación con Avedon.
Para sus amigos era difícil conocer al Beaton ‘real’ en ese escenario que había montado para sí mismo. Uno de sus amigos admiraba su genialidad a la hora de haber conseguido subsistir trabajando constantemente con la superficialidad, sin sucumbir a ella. Un escenario en el que en ocasiones sacrificó el amor a su profesión: la búsqueda obsesiva de lo bello. En Greta Garbo pudo encontrar amor, y belleza, pero ella le rechazó. Aun así, Beaton reconoció la belleza en muchas formas, consciente de su naturaleza evasiva y cambiante, a la que llegó a conceder un valor moral. Su credo rezaba: “Sé osado, sé diferente, sé poco práctico, sé cualquier cosa que afirme la integridad de tu propósito y de una visión imaginativa, en contra de aquellos que buscan la seguridad, las criaturas de lo común, los esclavos de lo ordinario”. (E).