La fiesta nihilista de Israel Galván
“Yo quiero torear un miura con un pañuelo de bolsillo”. La afirmación es de Israel Galván (Sevilla, 1973) y describe muy bien su actitud temeraria ante el arte y la ortodoxia flamenca. Desafió a esta última hace años y ese gesto le costó el repudio de muchos de los suyos, que no transigían con sus personalísimas experimentaciones. Fue duro, sí, una travesía por el desierto en soledad, pero el bailaor sevillano, a cambio, conquistó la libertad y, de paso, los teatros de medio mundo. Hoy, por ejemplo, habla con El Cultural al teléfono desde Beirut. Lo hace para desgranar las claves de La fiesta, que presentará en los Teatros del Canal este viernes, un espectáculo estrenado en el Festival de Aviñón. “Llevaba un tiempo bailando solo y tenía ganas de compartir el escenario con más gente. Además, el flamenco es cada vez más individualista”, apunta.
Contra esa deriva emerge esta celebración colectiva. A Galván le acompañan Bobote, Eloísa Cantón, Emilio Caracafé, Ramón Martínez… También El Niño de Elche, un cantaor con similar credo que el de Galván: los cánones son un punto de partida hacia un destino único y libre. Todos juntos forman una pandilla gamberra y desinhibida: se contagian los unos a los otros la osadía de romper las formas. Para moldear esta coreografía, Galván ha vuelto a su infancia. “Yo de chico vivía eternamente en fiestas donde mis padres bailaban. Muchas veces, antes de terminar, me llamaban para salir a dar cuatro ‘pataitas’. Así remataban sus recitales. Recuerdo que tenía mucho sueño pero tenía que estar alerta para cuando me avisaran. Dormía con los ojos abiertos”. Galván recoge los detalles de aquel universo bullanguero. La violencia de los malos bebedores, los vestidos, el tabaleo sobre las mesas… Había ventrílocuos, travestis, artistas de toda clase y condición… “Buscaba recuperar la energía que fluía allí, de forma ritual y repetida, como en oleadas”.
A Galván le gusta moverse entre el teatro y la performance. Y sorprender, y desconcertar, y reinventarse… “Quiero ser un nuevo bailaor en cada espectáculo. Si no lo hiciera así, me sentiría un profesional”, dice. Nada de ser un funcionario de las tablas. Y mucho menos un ‘flamenquito’, concepto que emplea Galván para referirse a los practicantes de una versión guay de este arte milenario. Lo siguiente siempre es un salto al vacío. A veces doloroso. “Para poder bailar, tengo que matarme un poco. Cuando imagino una creación, la veo como un mundo al que quiero ir. Busco que ese mundo me transporte hacia algo, con la música, el movimiento… Para llegar allí tengo que atravesar mi propia vida, momentos de mucho ruido y molestias, otros agradables, algunos violentos, otros en los que hago cosas muy arriesgadas con tal fuerza que me lastimo”.
sin falsetas ni versos
Capear al miura de la rutina tiene ese riesgo: que a veces te empitona. Pero Galván acepta las heridas. Son las marcas que documentan su crecimiento como artista. En La fiesta, confabulado con El Niño de Elche (¡menuda pareja!), acaban preconizando un nihilismo fecundo. “No queríamos ni melodías para la música ni falsetas para el baile. Tampoco letras o versos para las canciones. Así nos librábamos de cualquier corsé. Demostramos que se puede bailar sin ritmo. En esta fiesta no hay música ni baile. En realidad, no hay nada. Pero en esa nada está todo”.(EC).